Los chinos construyeron la muralla para defenderse de las invasiones de las tribus mongolas, nómadas, ágiles y expansivas. Dichas tribus (…) no cesaban de constituir una amenaza para su Estado y aterrorizaban con el fantasma de la masacre y la esclavitud.
Con todo, la Gran Muralla no era más que la punta del iceberg, un símbolo, un signo distintivo de China (…).
Pues si bien la Gran Muralla sólo marcaba la frontera norte del imperio, también se alzaban murallas entre reinos en conflicto, entre regiones y entre barrios. Defendían ciudades y aldeas, puentes y desfiladeros. Protegían palacios, sedes gubernamentales, templos y ferias. Cuarteles, puestos de policía y cárceles. Los muros rodeaban casas particulares, separando un vecino del otro, una familia de otra.
Y si partimos del supuesto de que los chinos levantaron murallas ininterrumpidamente durante cientos e incluso miles de años, si tomamos en consideración el siempre alto número de aquéllos, su entrega y disposición al sacrificio, su disciplina ejemplar y su laboriosidad de hormigas, obtendremos un saldo de cientos de millones de horas gastadas en construir murallas, horas que en un país pobre se habrían podido emplear en cosas tan útiles como aprender a leer y aprender un oficio, en cultivar nuevos campos y criar un hermoso ganado.
He aquí por donde escapa la energía del mundo.
¡Cuán irracional! ¡Cuán inútil!
La Gran Muralla objeto de orgullo y una de las maravillas del mundo, es al mismo tiempo prueba de debilidad y aberración humanas, de un enorme error cometido por la historia, que condenó a la gente de esta parte del planeta a la incapacidad para entenderse, para convocar una reunión en trono a una mesa donde, todos juntos, se plantearan cómo emplear con provecho el ingenio y las energías acumuladas de las personas.
Tal cosa resultaba una quimera, pues la primera reacción ante cualquier amago de problema era otra bien distinta: levantar una muralla. Encerrarse, separarse. Pues todo lo que llegaba del exterior, desde allí, no podía ser otra cosa que un peligro, el anuncio de una desgracia, un augurio del mal, vaya, la mismísima encarnación del mal.
Pero la muralla no sirve sólo para defenderse. Al tiempo que protege de la amenaza que acecha desde el exterior permite controlar lo que sucede en el interior. Al fin y al cabo, en una muralla hay aberturas, puertas y verjas.
O sea, al vigilar estos lugares controlamos quién entra y quién sale, hacemos preguntas, comprobamos la validez de los salvoconductos, apuntamos nombres y apellidos, escrutamos los rostros, observamos, lo grabamos todo en la memoria.
Así que la muralla es a la vez escudo y trampa, mampara y jaula.
Su peor característica consiste en que engendra en mucha gente la actitud de defensor de la muralla, crea una manera de pensar en la que todo está atravesado por esa muralla que divide el mundo en lo malo e inferior: el de fuera, y el bueno y superior: el de dentro.
Con todo, la Gran Muralla no era más que la punta del iceberg, un símbolo, un signo distintivo de China (…).
Pues si bien la Gran Muralla sólo marcaba la frontera norte del imperio, también se alzaban murallas entre reinos en conflicto, entre regiones y entre barrios. Defendían ciudades y aldeas, puentes y desfiladeros. Protegían palacios, sedes gubernamentales, templos y ferias. Cuarteles, puestos de policía y cárceles. Los muros rodeaban casas particulares, separando un vecino del otro, una familia de otra.
Y si partimos del supuesto de que los chinos levantaron murallas ininterrumpidamente durante cientos e incluso miles de años, si tomamos en consideración el siempre alto número de aquéllos, su entrega y disposición al sacrificio, su disciplina ejemplar y su laboriosidad de hormigas, obtendremos un saldo de cientos de millones de horas gastadas en construir murallas, horas que en un país pobre se habrían podido emplear en cosas tan útiles como aprender a leer y aprender un oficio, en cultivar nuevos campos y criar un hermoso ganado.
He aquí por donde escapa la energía del mundo.
¡Cuán irracional! ¡Cuán inútil!
La Gran Muralla objeto de orgullo y una de las maravillas del mundo, es al mismo tiempo prueba de debilidad y aberración humanas, de un enorme error cometido por la historia, que condenó a la gente de esta parte del planeta a la incapacidad para entenderse, para convocar una reunión en trono a una mesa donde, todos juntos, se plantearan cómo emplear con provecho el ingenio y las energías acumuladas de las personas.
Tal cosa resultaba una quimera, pues la primera reacción ante cualquier amago de problema era otra bien distinta: levantar una muralla. Encerrarse, separarse. Pues todo lo que llegaba del exterior, desde allí, no podía ser otra cosa que un peligro, el anuncio de una desgracia, un augurio del mal, vaya, la mismísima encarnación del mal.
Pero la muralla no sirve sólo para defenderse. Al tiempo que protege de la amenaza que acecha desde el exterior permite controlar lo que sucede en el interior. Al fin y al cabo, en una muralla hay aberturas, puertas y verjas.
O sea, al vigilar estos lugares controlamos quién entra y quién sale, hacemos preguntas, comprobamos la validez de los salvoconductos, apuntamos nombres y apellidos, escrutamos los rostros, observamos, lo grabamos todo en la memoria.
Así que la muralla es a la vez escudo y trampa, mampara y jaula.
Su peor característica consiste en que engendra en mucha gente la actitud de defensor de la muralla, crea una manera de pensar en la que todo está atravesado por esa muralla que divide el mundo en lo malo e inferior: el de fuera, y el bueno y superior: el de dentro.
(R. Kapuscinski "Viajes con Heródoto")
Vaya punto de vista. Nunca lo había planteado así.
ResponderEliminarUn beso,
Carlos