En esta ciudad, cuya población no superaba los doscientos mil habitantes, confluía y se mezclaba la mitad del mundo. Ya su solo nombre de Dar es Salam, que en árabe significa “Casa de la Paz”, indicaba su ligazón con Oriente Próximo (una ligazón, por otra parte, de triste memoria pues por allí sacaban los árabes a contingentes de esclavos africanos).
Pero el centro de la ciudad lo ocupaban sobre todo hindúes, paquistaníes, con todo su abanico de lenguas y confesiones presentes en el seno de su propia civilización: había sijs, había seguidores de Aga Khan, había musulmanes y católicos de Goa. Vivían en colonias aparte de los inmigrantes de las islas del océano Índico, de las Saychelles y de las Comores, de Madagascar y de Mauricio; la mezcolanza de los más diversos pueblos del Sur había alumbrado una raza hermosa, bellísima.
Más tarde empezaron a instalarse en el lugar miles de chinos, constructores de la vía férrea Tanzania-Zambia.
Al europeo que por primera vez tenía contacto con la gran diversidad de pueblos y culturas que veía en Dar es Salam le chocaba no sólo el hecho de que fuera de Europa existían otros mundos – esto, al menos teóricamente, lo sabía desde hacía un tiempo -, sino sobre todo que eso mundos se encontraban, se comunicaban, se mezclaban y convivían sin mediación y aun, en cierto modo, sin conocimiento y sin el visto bueno de Europa.
A lo largo de muchos había sido ésta el centro del mudo en un sentido tan literal y obvio que ahora el europeo a duras penas concebía que sin él y más allá de él muchos pueblos y civilizaciones llevasen una vida propia, tuviesen sus propias tradiciones y sus propios problemas. Y que más bien fuera él el huésped, el extraño, y su mundo, una realidad remota y abstracta.
Más tarde empezaron a instalarse en el lugar miles de chinos, constructores de la vía férrea Tanzania-Zambia.
Al europeo que por primera vez tenía contacto con la gran diversidad de pueblos y culturas que veía en Dar es Salam le chocaba no sólo el hecho de que fuera de Europa existían otros mundos – esto, al menos teóricamente, lo sabía desde hacía un tiempo -, sino sobre todo que eso mundos se encontraban, se comunicaban, se mezclaban y convivían sin mediación y aun, en cierto modo, sin conocimiento y sin el visto bueno de Europa.
A lo largo de muchos había sido ésta el centro del mudo en un sentido tan literal y obvio que ahora el europeo a duras penas concebía que sin él y más allá de él muchos pueblos y civilizaciones llevasen una vida propia, tuviesen sus propias tradiciones y sus propios problemas. Y que más bien fuera él el huésped, el extraño, y su mundo, una realidad remota y abstracta.
(R. Kapuscinski “Viajes con Heródoto)
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